Este
Espíritu que es Rafael y lo hizo así en su existencia "no es el verdadero
espíritu democrático" como pretende imponer el maldito espíritu burgués, sino
el Espíritu de Dios inserto en las formas humanas (democracia de partidos) forma
que él, como su amigo Yrigoyen, odiaban porque fueron Apóstoles.
Es a un radical, o mejor dicho, a un
yrigoyenista, a quien le debemos el comienzo de esta práctica que hoy todos
repudiamos -ya que se ha convertido en sinónimo de falta de ética y aún de
corrupción- al Dr. Elpidio González.
He aquí la historia:
Después de haber trabajado en política
toda su vida y de haber ejercido varios cargos públicos, entre ellos
Vicepresidente en la presidencia de Alvear, se retiró de la política y nadie
supo más de él.
Cierto tiempo después un diputado en
funciones lo vio en las recovas de Once, con una valija, vendiendo betunes,
pomadas y cosas afines, por lo que se dijo: “no puede ser que alguien que ha
dado tanto por la Patria viva en estas condiciones”. Presentó en el Congreso
una Ley que permitiera darle al viejo político una vejez decente y así fue
aprobada la primera Jubilación de Privilegio.
Pero he aquí lo más sabroso de esta
historia: Cuando le fueron a dar la noticia al viejo caudillo, éste la rechazó
diciendo: “que mientras tuviera dos manos para trabajar, no necesitaba
limosnas”.
Una anécdota en un tranvía:
Cierto domingo de un frío invierno, al
mediodía, un anciano, pesándole más los años que el maletín de gastado cuero
cargado de betún y anilinas Colibrí para los zapatos con que se ganaba la vida,
vistiendo un traje gris, pobre y limpio y la barba, larga pero cuidada, subió a
un tranvía.
Después de sacar el boleto se sentó al
lado de un señor que venía leyendo un libro.
-”Cantos de vida y esperanza”, un buen
libro de Rubén Darío. -le dijo el anciano al pasajero lector, y luego se
enfrascó en sus cosas sin prestarle más atención.
El anciano contaba ahora, algunas
monedas que había obtenido de la venta del día.
-Y sí, es él, -pensó el lector; ese al
que ahora se le caía una moneda de un peso y se levantaba cansinamente a
recogerla. Era él, el mismo que decían que vivía en un cuarto de la calle
Cerrito que se venía abajo; el mismo que había rechazado una pensión que le
correspondía; el amigo de Yrigoyen; el vicepresidente de Alvear… el que tampoco
aceptó una casa que el gobierno quiso darle para que viviera como merecía. Sí,
era Elpidio González.
El viejo político, con la moneda
recuperada en su mano, jadeó un poco. Se había agitado al agacharse a
recogerla. Y, como justificándose, dijo a su vecino al sentarse nuevamente
junto a él:
-Si no la uso para limosna, la usaré
para comer.
Y en la siguiente parada se alejó
hacia la puerta trasera, como un espectro, para irse.
- ¡Oiga, señor González! -le dijo el
viajero-, sírvase guardar el libro que le agrada con usted. Sería un honor para
mí que lo aceptara.
El anciano le miró agradecido y,
cerrando los ojos, le dijo con convicción y humildad:
-Un funcionario, aunque ya no lo sea,
no acepta regalos, hijo. Y, además, recuerdo bien a Darío, mejor que a los
precios de las pomadas:
“…y muy siglo diez y ocho, y muy
antiguo, y muy moderno; audaz, cosmopolita; con Hugo fuerte y con Verlaine
ambiguo, y una sed de ilusiones infinita… “.
Después de recitar su estrofa, tras la
parada, el anciano bajó del tranvía y se perdió en la historia, con toda la
riqueza de su pobreza- guardada en un maletín viejo, lleno de pomadas, y de
unas pocas monedas escurridizas.
Elpido González había nacido en
Rosario, el 1 de agosto de 1875 donde realizó sus estudios primarios y
secundarios para seguir, en 1894, la carrera de derecho en la Universidad de
Córdoba a los 19 años.
Al mismo tiempo que comenzó su vida
universitaria, se inició en la vida política. Y en ese camino descubrió al
caudillo que seguiría toda su vida: a Hipólito Yrigoyen y participó en la
revolución de 1905, cuando tenía treinta años, terminando preso, por primera
vez.
En 1912, a los 37 años, después de la
sanción de la ley Saenz Peña, fue elegido diputado nacional. Ese mismo año, lo
eligieron en el seno de su partido para encabezar la fórmula para gobernador de
la provincia de Córdoba, posibilidad que rechazó pues había sido elegido para
el cargo de diputado y no podía defraudar a sus electores. Cuatro años después,
cuando él contaba 41, fue elector de la fórmula Yrigoyen - Luna y, nuevamente,
diputado nacional por Córdoba.
Entre 1916 y 1918, enfermo, fue
ministro de Guerra -cargo del ejecutivo que equivale al del actual ministro de
Defensa- y de 1918 a 1921 -entre los 43 y los 46 años de edad- fue Jefe de
Policía de la Capital. En 1921, además, fue elegido presidente de la Unión Cívica
Radical.
Y luego, la historia grande.
Renunció a ese cargo y participó en la
puja electoral. Volvió después a la jefatura de Policía. Y en los comicios
presidenciales del 2 de abril de 1922, integró el segundo término de la fórmula
triunfante, junto al aristocrático Máximo Marcelo Torcuato de Alvear, en los
años de la Argentina venturosa, llena de futuro, de sueños, de proyectos y, por
eso, de esperanzas. Ganaron por 460.000 votos, contra 370.000 de todos sus
opositores. En ese gobierno, nuestro hombre representaba la línea de Yrigoyen.
Era, además, -como vicepresidente de la República- Presidente del Senado, donde
fue permanentemente atacado por los alvearistas, en un radicalismo partido en
dos.
En 1928 fue ministro del Interior,
durante la segunda presidencia de Yrigoyen, hasta las vísperas de la revolución
del 6 de setiembre de 1930, que derrocó a su jefe. Luego, la prisión, hasta los
57 años. Y un largo período de alejamiento de la política, cuando, muerto
Yrigoyen, prefirió seguir otros caminos, los del ciudadano común, que nada
extrajo de la vida pública para sí.
En 1945, cuando tenía 70 años, retomó
la bandera yrigoyenista: un último alarde de lealtad a las ideas que él creía
que encarnaba el líder que había seguido fervorosamente. Y después nada
conocido, excepto que un día, como cualquier otro, en su vejez, rechazó toda
pensión del estado que le correspondiera.
Lo recordamos, había sido: diputado
nacional, ministro de Guerra, jefe de Policía, vicepresidente de la República,
ministro del Interior y, finalmente, preso político durante dos años, tras el
derrocamiento del gobierno democrático de Yrigoyen, que integraba.
Y hasta en la hora de su muerte (18 de
Octubre de 1951, en Bs. As.) fue austero, humilde. Esto dejó escrito en su
testamento:
“Pido ser enterrado con toda modestia
como corresponde a mi carácter de católico, como hijo del seráfico padre San
Francisco, a cuya Tercera Orden pertenezco, suplico con amor de Dios, la
limosna del hábito franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos
en perdón de mis pecados y el sufragio de mi alma “.
No solamente hizo lo debido, sino que
honró su actividad pública en demasía, con un desprendimiento superior al que
se le puede pedir a un funcionario.
“Su paso por los altos cargos públicos
no había significado para él un enriquecimiento material. Pobre, muy pobre,
hizo frente al violento cambio de la fortuna con estoica simplicidad”
Esta pequeña-gran historia de vida es
la que quiero y necesito ensalzar en un varón, y lo he podido visualizar en
quienes hoy llevan este tipo de ideales, desde mi padre: Pedro Segundo, hasta
mi esposo y compañero, Tadeo Fernando, pasando por nuestros amigos y demás
Apóstoles del pequeño rebaño, quienes hemos y han decidido dar la vida por un
Amigo. Que así sea.
Martha Eva.